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Venezuela: La dictadura que viene

Por Daniel Morcate

Apesar de la valiente oposición de muchos venezolanos, Hugo Chávez continúa encaminando a Venezuela hacia una dictadura ideológicamente difusa y unipersonal. Además de sus cómplices venezolanos y cubanos, le ayudan en su propósito la impasibilidad de América Latina y la creciente perplejidad de Estados Unidos ante el desconcertante fenómeno. Washington, no hay que olvidarlo, proclamó el triunfo definitivo de la democracia en el hemisferio hace 15 años. Y tres o cuatro años después declaró inofensivo al régimen de Fidel Castro, con ayuda de una espía y los dialogueros de Miami. Chávez por sí solo ha ridiculizado ambas afirmaciones. Tanto ha avanzado hacia la tiranía, de la mano de La Habana, que cada vez se va haciendo más difícil que puedan frenarlo por su cuenta los venezolanos demócratas. Su profunda ignorancia de los asuntos de estado y su incomparable vulgaridad personal demuestran lo asombrosamente fácil que continúa siendo en Latinoamérica la recaída en el caudillismo ramplón y embrutecedor.

La más reciente y audaz maniobra autoritaria de Chávez ha sido mezclar realidades y ficciones para proclamarse víctima de una supuesta conspiración internacional. Sus centros, como era de esperarse, se hallarían en Colombia y Miami, donde residen decenas de miles de los exiliados políticos que ha generado el chavismo. La patraña se propone acelerar el control militar y policíaco de la sociedad venezolana para desvelar, tan pronto como sea posible, una dictadura a nombre de ''la revolución bolivariana'', ''el antimperialismo'' o cualquier otra barrabasada de las tantas que atolondraron a Chávez después de leer prólogos de manuales estalinistas. El sátrapa venezolano sabe que sólo un perenne estado de terror le permitirá gobernar como quiere, en forma absoluta y vitalicia, como desde hace casi medio siglo gobierna su mentor y modelo caribeño.

Las señales de la dictadura que viene en Venezuela están por todas partes. El régimen castrista ha inundado al país de agentes especializados en la instalación y defensa del sistema totalitario. Oficialmente, desde luego, ambos gobiernos hablan de una infusión humanitaria de médicos, maestros y entrenadores deportivos cubanos. Evidentemente confían en el candor a prueba de crudas realidades de sus vecinos latinoamericanos. Chávez y sus cómplices han desatado una feroz persecución de opositores con el prestigio o la capacidad de disputarles el poder. También descalifican moralmente y entorpecen el trabajo de instituciones influyentes, como la Iglesia Católica y la prensa independiente. La idea es pintarlos como enemigos tan odiosos del ''pueblo bolivariano'' que se pueda justificar el darles eventualmente el zarpazo definitivo. Y como ya empiezan a molestar demasiado, los observadores internacionales de la OEA y del Centro Carter van adquiriendo visos de ''agentes del imperialismo'' a los ojos del régimen. Sus días en Venezuela están contados.

La marcha forzada de Venezuela hacia la dictadura pone de relieve la patética ingenuidad de los venezolanos que de buena fe sostenían aquello de ''no somos como los cubanos'' y ''no permitiremos que Chávez se convierta en otro Castro''. Al cabo de seis años de chavismo, lo asombroso de verdad es lo mucho que el régimen ha avanzado por la senda del estalinismo castrista. Esto a pesar de la desaparición del imperio soviético y del prestigio teórico de la democracia. La Venezuela de Chávez ostenta ya esbirros que golpean y asesinan a personas indefensas con impunidad; turbas fascistas que hostigan a opositores y periodistas; intervenciones arbitrarias de empresas privadas; quiebras sistemáticas de negocios; medios estatales que vomitan propaganda e insultos contra Estados Unidos y otros críticos del régimen; éxodo en masa de los sectores productivos del país.

El pasado fin de semana Chávez reveló otro eslabón importante en la construcción de la dictadura: la formación de milicias ''populares'' que servirán de vanguardia en la militarización de la sociedad. Al sobado estilo de Castro, esgrimió la excusa que él mismo ideó de una invasión extranjera. A los milicianos los reclutará entre venezolanos ofuscados por el resentimiento social y el despiste ideológico. Y los lanzará como sabuesos voraces contra aquéllos que se opongan a sus designios. Todos los venezolanos podrían descubrir entonces, con profunda decepción, que no sólo ellos, sino incluso la mayoría de los pueblos latinoamericanos pueden sucumbir, como el cubano, a las maniobras de tiranos sin escrúpulos. Y es que en todos esos pueblos anidan similares frustraciones, la misma incapacidad crónica de asumir la responsabilidad por los males nacionales, idéntico afán de concebir la política como un arma para aniquilar a los adversarios, los mismos demagogos temerarios.

En ausencia de un milagro redentor o cualquier otro imponderable, solamente un esfuerzo político coordinado entre las democracias podría evitar la gran catástrofe histórica que se cierne sobre Venezuela. Pero hay motivos para dudar que exista la visión y la voluntad de acometerlo. Estados Unidos difícilmente asumirá solo la tarea de parar a Chávez. Se lo impedirán las mismas razones que lo han limitado durante décadas a una lucha simbólica contra Castro. Europa, por su parte, no suele meter las manos en el fuego por la libertad de nadie. Y para muchos vecinos latinoamericanos de Venezuela, ni siquiera está muy claro por qué la libertad es preferible a la esclavitud.



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