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El divino Hugo Chávez

por Boris Muñoz

Miércoles, 28 de julio de 2004. En Caracas son las cuatro de la tarde y los alrededores de Chuao se encuentran más congestionados que de costumbre. Inmune al corneteo, un grupo de fieles, combativos e inquebrantables acólitos del Presidente se ha colocado en medio de la calle para contemplar el edificio de la antigua sede de Pdvsa Chuao que se haya cubierto con una enorme -es decir descomunal, infinita- gigantografía del titánico líder máximo, vestido con traje de campaña, con los brazos en alto y una borrosa multitud al fondo. El sentimiento de orgullo, la inmensidad de la emoción, se desbordan en una salva de aplausos que ofusca el coro: ¡Uhah, Chávez no se va!

Esas y otras muestras de afecto estaban más que justificadas en ese día. Después de todo, Hugo Chávez arribaba a la cabalística edad de 50 años. Por la mañana, el diario oficialista Vea había puesto en la calle una edición especial de 48 páginas de loas y panegíricos al Jefe del Estado. Por la noche, en una transmisión en cadena de radio y televisión, el ubicuo Presidente apareció -no tan casualmente- en Barinas, para desde su terruño exaltar la gesta personal que lo ha llevado al poder y con él a su familia que -por extensión simbólica- somos tú, yo, nosotros el pueblo.

La canción del elegido

Pero esta no es una nota sobre el aniversario presidencial, sino sobre el culto a la personalidad. Desde luego, el culto a la personalidad comenzó en La Biblia y tuvo un lecho fértil en el Egipto de los faraones y en la Roma de los emperadores y se manifestó con pirámides, coliseos y otras extravagancias.

Sin embargo, lo importante es saber ¿qué es, cómo se manifiesta y funciona el culto a la personalidad en la historia venezolana, qué engendros ha producido y, más, si la personalidad idolatrada todavía puede significar significar una diferencia cuantitativa de cara al revocatorio? En la historia venezolana, el culto a la personalidad es el recurso más seguro para la consolidación del héroe en la memoria colectiva. El historiador Elías Pino Iturrieta, quien en El divino Bolívar estudió la deificación del Padre de la Patria, asegura que ese es el origen de una tradición muy arraigada en la cultura política del venezolano. “La procesión empieza con Bolívar, a quien se presentó en su tiempo como un enviado de la providencia para suplantar al rey sacrosanto de España”.

En un siglo XIX marcado por guerras civiles, no es extraño que la adulación fuera un mecanismo común para asegurarse la simpatía y favores de los “gendarmes necesarios” que gobernaban el país. “La adulación del Libertador Presidente produjo escenas capaces de provocar rubor. En los tiempos de Guzmán Blanco se batieron todas las marcas de adoración personal, a través de una letanía de lisonjas y desvergüenzas que puede llenar bibliotecas enteras”. Para Pino Iturrieta, por paradójico que pueda parecer, el ejemplo más patético de culto a la personalidad, lo ofrece el caso de Juan Vicente Gómez, “un gobernante opaco, rapaz y cruel, a quien presentaron sus plumarios como un ‘hombre fuerte y bueno’, y a quien todavía añoramos con insistencia los venezolanos como padre benefactor”. El ejemplo de Gómez, dice Pino, “nos deja pésimamente parados como sociedad republicana”.

De modo que la noción del culto a la personalidad entraña la pregunta sobre su significado para la sociedad venezolana en su conjunto. De otro lado, la adulación exagerada de una figura no es un fenómeno que se produce en el vacío, sino que obedece en un contexto histórico preciso.

“Una sociedad sin instituciones, partidos ni ideología como la actual es pasto fácil para el culto a la personalidad”, apunta el sociólogo Tulio Hernández, pero enseguida acota: “Cada sociedad elabora un sueño sobre el futuro que va marcando el futuro mismo.

Uno de los rasgos más fuertes en Latinoamérica, donde se vive en el fatalismo es la necesidad de salir abruptamente del pasado”.

Durante el siglo XX, en América Latina la salida repentina de ese pasado lleva el nombre de populismo y, casi sin excepción, se ha apoyado en caudillos carismáticos como Juan Domingo Perón, Getulio Vargas, Carlos Andrés Pérez o Hugo Chávez.

Tulio Hernández elabora una fórmula que daría cuenta de las posibilidades de que en una sociedad dada pueda surgir una personalidad carismática capaz de generar un culto a su alrededor.

“Mientras menos sean los logros institucionales de un país mayores serán las oportunidades para que surja el populismo”.

Un buen ejemplo de el acierto de esta fórmula es que en países donde la institucionalidad se ha impuesto, como Chile, Costa Rica, México y Colombia, el populismo nunca ha prosperado.

El caudillismo venezolano

Pero, ¿qué tan afín es el culto a la personalidad con la identidad política y cultural del venezolano? “La relación es evidente”, dice Pino Iturrieta, “si consideramos que la sociedad venezolana se ha caracterizado por su parasitismo.

Criaturas del petróleo a partir del siglo XX, es decir, clientes de una riqueza por cuyo disfrute no hace falta trabajar; pero también dependientes de los favores sucesivos de los gobiernos después de la Independencia, los venezolanos nos hemos refocilado en la costumbre de echarnos en el regazo de un desfile de salvadores a quienes adulamos para que nos faciliten la vida. Sólo en nuestros días tienen eco las ideas sobre trabajo, esfuerzo individual y competitividad, pero quizás sin la fuerza suficiente para cambiar un enfeudamiento muy antiguo”.

Aunque la adulación sea un hábito del ser nacional que los caudillos han potenciado, hay según Hernández condiciones sin las cuales no se produciría el endiosamiento del líder político. A la crisis o carencia de instituciones, debe añadirse “la aparición un individuo que cree que los dioses lo han elegido para cumplir un alto papel en la patria”, dice Hernández. Pocas veces esos dos factores se han encontrado de manera más clara que en el año 1992, cuando irrumpe en escena el teniente coronel Chávez.

En efecto, incluso antes de su llegada a la Presidencia, Chávez ya era sujeto de devoción en los altares espiritistas de Sorte. Pero en esto no hay mayor misterio.

Su clave es uno de los rasgos siempre destacados en los estudios sobre el populismo y los caudillos carismáticos: la apropiación de la tradición popular. “La forma de conexión popular que Chávez maneja opera a través del choteo, la joda y el personalismo.

Eso permite que la conexión con el pueblo sea melodramática y no abstracta. Lo triste para la democracia es que genera tal grado de excitación que supera la autoridad y las reglas. Se trata de una seducción tan intensa que incluso las mentes más lúcidas del chavismo creen que eso es necesario para que se cumpla su revolución.

No toman en cuenta que una vez que el caudillo los ha encantado niegan sus aspiraciones democráticas y todo lo que le reclamaron a los opositores alguna vez, para volcar toda su energía en función del caudillo”, dice Hernández.

El hechizo roto

Ese idilio con la masa incluye a muchos intelectuales que sirven de caja de resonancia a los rituales del caudillo.

En el caso de Chávez, Pino Iturrieta cree que no se trata de un idilio pasajero. Para él, Chávez es un caso digno de estudio: “Él mismo mercadea y dirige su culto personal como ningún mandón lo hizo antes en nuestra historia. Se vende como el súper, se exhibe como el grande, se ofrece como el redentor e inventa en cada aparición una autobiografía ciclópea para meterse por propia decisión en el panteón de los próceres y en el altar de una revolución”.

En ese sentido, Pino Iturrieta y Hernández tienen ópticas complementarias.

“En una sociedad pop como la actual, una vez que descubres tu potencial carismático, seas cantante como Madonna, profeta como Walter Mercado o princesa como Letizia Ortiz de Borbón, lo único que resta es trabajar para aumentar el culto que ya has logrado. Sin embargo, antes que el star system, fueron los grandes dictadores los que comprendieron esto. En su regreso a Ezeiza, Perón encontró aquella famosa pancarta que decía: Sea o no ladrón, yo me quedo con Perón. En nuestro país hay un paralelismo notable: Con hambre y sin empleo con Chávez me resteo”, dice Hernández.

Sin embargo, tal encantamiento no es invencible, sobre todo de cara a una carrera que desgasta cualquier carisma como el referendo.

“La sociedad venezolana fue inteligente al votar por Chávez, porque sabía que era la única forma de cambiar y eso era lo más sano. Una sociedad que siempre ha tenido un caudillo en la cabeza iba a votar por un caudillo.

Pero Chávez es una anacronía en un mundo de liderazgos políticos cada vez más institucionales y, por suerte, efímeros. Su esfuerzo por ser caudillo, padre benefactor y jefe supremo tiene un límite incluso dentro de sus propios seguidores”.

Para Hernández el auto-homenaje del cumpleaños, así como la interrupción de la presentación de Silvio Rodríguez para recitar unos versos épicos, son señales de una sobreexposición que puede afectar su dividendo electoral el próximo 15 de agosto.

Él mismo mercadea y dirige su culto personal como ningún mandón lo hizo antes en nuestra historia

El remedio para todas las carencias

Culto a la personalidad: Ciega inclinación ante la autoridad de algún personaje, ponderación excesiva de sus méritos reales, conversión del nombre de una personalidad histórica en fetiche. La base teórica del culto a la personalidad radica en la concepción idealista de la historia, según la cual el curso de esta última no es determinado por la acción de las masas del pueblo, sino por los deseos y la voluntad de los grandes hombres -caudillos militares, héroes, ideólogos destacados, etc. (Tomado del Diccionario Soviético de Filosofía).

Por vía del culto de la personalidad, los caudillos se anclan en la conciencia y el corazón de la masa. Remedio universal de las carencias, apalancadores del ascenso social, cornucopias de la magnanimdad, los caudillos quieren transformarse en seres indispensables para el destino de sus compatriotas.

En el siglo XX proliferaron los líderes carismáticos. Hitler, Stalin, Mussolini, Mao Tse Tung, Kim Il Sung, Saddam Hussein, entre otros grandes mandamases totalitarios, se hicieron levantar estatuas y ordenaron bautizar ciudades y avenidas con su nombre (recuérdese Stalingrado). Lograron que sus sociedades volcaran su adoración, esperanzas y temores a la figura del todopoderoso líder Como bien lo escribió Luis Britto García en su texto La máscara del poder: “El caudillo es el que da. Convencido de que nada puede por sí mismo, el prosélito lo espera todo del caudillo: éste ha de convertirse en Providencia pública y cornucopia de todo tipo de favores. El caudillo se presenta como el remedio universal de todas las carencias”.



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